dimecres, de febrer 16, 2005

The Bogey Band

Otro texto del proyecto Dublin '05, por El Ogro del Sí. En este caso, lo que se oyó en el viaje ha inspirado este tremendo relato.
The Bogey Band

Aquel entreverado día presagio del invierno quiso reinventar el lugar como punto de referencia sobre el que hacer girar todas las decisiones que tomarían de ahí en adelante. Quizá la historia se los tragaría a los cuatro bajando desde esa escalera precipitada de la torre, con tanta urgencia como un relato a medio construir. Los pasos de Oscar no suenan ya del mismo modo que los de los otros. Son una cadencia misteriosa de bajo, aparecen y desaparecen con la misma intención de las olas golpeando el paredón de levante, o se precipitan como un resbalón de la huella de su pie en los baños de Forty Foot.

“Otra escala de “Mi” bajando por estos escalones, permaneciendo en algunos como si fuesen diferentes a los otros, como si hubiera algo que les diera más poder para preferirlos, y subir de nuevo, siempre volviendo atrás como recordando, pero sin saber realmente por qué se está allí de nuevo. La sombra de mi ridículo pie de talla 40 silbando al resbalar y mi culo sobre el suelo recordando el aplauso que acaba de dar al rebotar. Parece como si la música hubiera de sobreponerse a cualquier vergüenza, como si me redimiera sin la necesidad de sumergirme en esta playa purificadora para quedar limpio. El ruido de los poros del cemento abriéndose paso entre los años al absorber el agua y la sal, haciéndose cada vez más poderosos, creando a partir de la nada. No está tan fría como pienso, pero mejor no dudarlo; si no, me marcho ahora mismo y me olvido de lo que vine a hacer porque no tiene sentido alguno. En estos momentos hay que ser frío pero al mismo tiempo poco calculador. Actuar como un loco para recuperar la cordura, cerrar los ojos, escuchar esa línea de Tony Levin, sube de dos en dos y baja una a una, quizá era de esa canción de Chet Baker, esta noche nadie la tocará sin embargo. Baja como los escalones de la torre, tan grave, y tan sencilla a un tiempo. Sube de nuevo, creo que he olvidado la toalla y eso sí que puede ser doloroso. Ella me lo recriminaría, como si lo hubiera hecho a propósito, soy persona de olvidos, puedo replicarle, tengo mis recursos, la mayoría de las veces excusas. Ahora ya viene de nuevo preparada para abajo, dos saltos en el último escalón y se sumerge en la mínima profundidad que se alcanza con ese impulso. Ah, terrible, es el golpe del martillo en el yunque, el sonido del metal directo a la cabeza, haciéndose burbuja única de respiración contenida. Ah, fuera, fuera, cuerpo de palo de lluvia chorreando, repiqueteo del minutero del reloj contra el pavimento de hielo. ¿Dónde estás toalla, tú también me traicionas? Irremediable respiración entrecortada, suspiro urgente que otra vez hace desaparecer la escala.

Según todos los precedentes un concierto más, no será distinto de otro. La misma banda sin expectativas de salir de la ciudad, tocando en el mismo local, haciendo desaparecer por unos minutos el miedo al fracaso, a lo vacío, a una vida sin expectativas en el puerto, limpiando la cubierta musgosa de un barco siempre anclado, intentando sacar un nuevo ritmo oxidado del cepillo y fijándose en cada tornillo, por separado primero, como un todo armónico después, sacándolos y colocándolos cada uno en un sitio diferente siempre haciéndolos encajar perfectamente, sin provecho aparente. Pero si las piezas encajan, si la carcasa de ese barco aguanta toda la presión que recibe como si hubiera sido construida ayer, por qué no podían hacerlo ellos. Debutar en un ambiente adverso, sentir el miedo directamente del corazón y comenzar una canción siguiendo su ritmo con el bombo, las manos posadas sobre la caja y las baquetas dejándose llevar por el temblor de las manos, sin control alguno sobre el escenario. Pueblo extraño tan lejos del éxito, escondido en el mapa, azuzado por marineros letones, búlgaros, polacos y hasta eslovacos que son la imagen de su suerte. Las manos de una piel que se tensa demasiado hasta romperse en sonido hueco y abombado.

“¿Cómo no le importa nada a él que siempre se queja de la poca proyección? No entiendo nada. Ni un comentario que ayude a hacer más fuerte la base de esta estructura de hierro forjado y acero que es la única que puede aguantarnos. Nada, demasiado profundo para él. Y yo que no comprendo por qué jamás le gustó bucear. Samuel – me dice- , tenemos que hablar para sacar todo esto de aquí, no tiene sentido vivir en este estanque. Puerto de aguas inamovibles digo yo, oscura sensación de lo pegajoso de la superficie adhiriéndose a la cubierta, sonido viscoso de sus palabras. Ecos del aullido de la gaviota que se cuela entre los espejos sujetos al mástil por nudos marineros, rebotando entre las latas que a la tarde sirven para nuestro café, creando esa melodía macabra, que es el silbido de la moira cortada por el viento, mezcla de la tremenda voz de Molly llamando a los ancestros y el mal augurio de la gravedad de Oscar, siempre pensando en sí mismo, como si The Bogey Band fuese tan sólo eso, la muerte cantando desafinada. El ancla también entona su canto, gorgorito del puerto de los encantos al que deberíamos llegar descifrando su verdad. Con la ayuda de la guitarra de James. No puedo escuchar nada más sincero que sus acordes, nada más entero que su mano acariciando el arpegio y llamando a Molly, que es el hada que redondea la magia, la conexión que crea el espíritu común, la musa para todos. Tap tutupaptum patatatum, tap tutupaptum pa, papap tum ¡Oscar! No, estoy solo.

En el hechizo del paraje más verde, persiguiendo algún recuerdo que traer al corazón con resplandor de luz nueva, de sol primerizo, de rayo amaestrado como sus cabellos. Cabalga entre los árboles hasta que el caballo no puede aguantarlo más y sale del bosque; su tesoro más preciado, el amor incendiado en la sedosa crin del animal fabuloso. Baja y lo deja descansar, sale corriendo hacia el lago, a buscar la espada mágica o a fundirse con la leyenda. Camina entre pequeños montículos de paja esperando ser tragada y no lo consigue. Moja sus pies con los de la historia sintiendo el regocijo de la canción. A lo lejos suena una gaita, más cerca el violín y la flauta, como descendiendo de la hermana pequeña de una colina por la carretera hacia el lugar donde está ella. Se perfila desde sus labios, invoca la presencia de los que allí vivieron durante tantos años, la presencia de ellos que es su mismo espíritu deslavazado. Su silueta recortada por la tenue sombra del árbol de brazos como animales prehistóricos, símbolo de la tierra.

“Jirones de lana con apariencia frustrada en el alambre de la empalizada, diseños de jersey a medio pensar, el punto clavado en el hombro derecho. Han huido todas de aquí, sabedoras de su destino, punto blanco como el silencio, o borboteo de cocido con cerveza
Larará rarará rararara, larará rarará neroní…
Sing Molly Malone
The song of those days
Cabbage and celery in your hair

Sing Molly Malone
What do they say
About the kids and the rain

Sing Molly Malone
The cart before the horse
The horse before your pains

Sing Molly Malone
Keep singing along
The song of those days

Larará rarará rararara, larará rarará neroní


Cruje la madera bajo el pie. James dice que nada inspira más que oír el fuego quebrar un tronco entre las llamas. Mirando a la hoguera con su guitarra convenciendo a los troncos de cuándo es el momento oportuno para partirse, desprender el destello que corta el silencio, chasquear mezclándose con el calor del sueño creado. Notas de discordancia en la sintonía de su mirada, penetrando todos los instrumentos, haciéndolos bailar como sólo él sabe, introduciéndonos a todos en el juego con su naturaleza espontánea. Larará rarará. Suerte que está aquí. Esta noche tendré tanto miedo que el whisky no me calmará pero si entro en sus ojos y lo veo tan convencido como cada una de las notas del arpegio que da entrada a nuestro cabaret… De la hierba recojo la magia, roce de brizna que me toca y alza la voz para colarse en los oídos como un conjuro, de estas piedras agarro la fuerza, del rugido de la roca a lo largo de los siglos, del sonido de su piel desgastada, del cielo la amenaza y el bramido del trueno, de la tierra la esencia callada del tiempo.

La ciudad no dice nada. Ha hecho callar a todos los músicos de Temple Bar, para concentrarlos en otros misterios, otra historia que contar. En la calle sólo tintinean las monedas que pide el negro a los turistas, percutiendo el cubo de hojalata, cuando la música de su reproductor queda bloqueada por una mota de polvo que viene desde O’Connell Street buscando el lugar preciso para posarse, cansada por el vuelo, sabia. Y su voz que es la del maldito Capitán Morgan, bastardo inglés llamando a los transeúntes a la feria, ganándoselos con el sonido a ron, recordando el fluir del líquido entre los hielos. James sale por la puerta de servicio del Daily Telegraph y prepara lo que será la noche recorriendo la misma calle de siempre, esta vez sólo animada por el contorsionista que coloca una barra inverosímil sobre dos botellas de cerveza, la espalda apoyada en el suelo para hacer su número imposible.

“Que por una vez lo consiga. Que no sea el fraude de siempre, recogida mísera de monedas para engañar al turista con un truco que jamás ha hecho. Pero hoy lo va a hacer. No me lo creo, pero lo va a hacer. ¿Cómo? Pasar su cuerpo por debajo de una barra a 20 centímetros del suelo como si la gravedad no existiera. Eso sí que cambiaría las cosas. No el ruido de los coches y las persianas a medio abrir, no el semáforo con su aviso de chicharra constipada para los ciegos, no esa imitación de motor de Lambretta a punto de ahogarse, o las voces del barrio latino, o la sirena de los barcos que pretenden la huída, el chirriar de la cadena de la grúa contra el cielo encapotado, la melodía inaudita. ¡Dios! Sus zapatos arrastrando el deslizar seco de polvo de adoquín, África en el aire, ohs desde los balcones, el aplauso sin medida, ovación de diablo celebrado, niño de pecas y flequillo chiflando el eterno retorno, escándalo de bullicio y masa contenta, nuevo tintineo de monedas, esta vez honesto, desprendido de la ronquera del prejuicio. Nananana ná nana, nananana ná na, noní na noní naaah. Esto sólo puede significar que todo saldrá bien esta noche. Todas las bocas cerradas, nadie pide cerveza, que nadie se atreva a hacer un ruido minúsculo, nada. Anuncio del éxito suena mi guitarra sin envidia, el arpegio divino que los llama a todos, comunión de los irlandeses en el fluir del alma de las cuerdas, choque de cristales en brindis entrando a tiempo, armonía en los comentarios de hombres locos y borrachos”.


Quizá en el templo de la música sin saberlo todavía, rodeados de leyendas que susurran canciones añejas. Conversaciones en la puerta con la compañía de un cigarro. Puertas adentro reina el silencio de la expectación, hasta los más alcohólicos permanecen sentados, a pesar de disponerse a presenciar el mismo espectáculo de cada domingo. El último chorro de cerveza del barril sorprende con su estruendo de vómito a todos escuchando. Pero la banda aún no ha aparecido y nada indica que lo vaya a hacer. No está la batería de Samuel, sino la que retumba siempre que hay una jam session; ni los instrumentos de los otros chicos; ni Molly se confunde entre el auditorio calentando la voz como suele hacerlo. En algún lugar de la ciudad imaginaria una lucecita de alarma se ha encendido y lleva sonando horas sin que el público lo sepa, como una puerta trasera abierta con la confianza que la noche da a los extraños. En algún lugar se ha tomado una decisión de la que nadie se ha percatado. Es la calle la que se llena ahora de luces. Sólo una pareja que se acaba de conocer gracias a un cigarrillo ha percibido el sonido desde el otro lado de la calle. Suena un arpegio mágico durante cuatro compases. Después la voz de la tierra se insinúa en los pliegos de su falda. Ahora un bajo comienza a recordar su línea atacando los armónicos uno a uno hasta derramarse entero a los pies del bombo macizo y la nota aguda de una caja con el sonido de una espada que violenta otra espada. Los amantes ya están frente a ellos y lo demás es poesía:

Las rocas devorando el agua, estómago de olas del océano. Alga impregnada del sonido coralino de la boca. Monstruo de hierro que llora, la figura ebúrnea del capitán, mirando el barco desde tierra. Sueño húmedo de la mujer druida en el arco fuerte del castillo, llamando a las raíces desde el centro de la tierra. Diálogo de estrellas, guiños, la sonrisa de la luna atrapada en el escudo arrojado al suelo sin violencia, las rodillas vencidas, el lazo de los cuerpos. Imperturbable mirada de los ángeles frente al espejo